Orígenes bajomedievales Llanura y marjal

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Historia de las obras públicas en la Valencia del Antiguo Régimen, siglos XIV-XVIII

Esta Institución paramunicipal, la Fàbrica de Murs i Valls, sobre la que recayó la responsabilidad de la construcción y conservación de la estructura urbana de la ciudad de Valencia y por tanto de corregir la heridas que las temibles avenidas del río Turia solía provocar.

Precisamente, dos de esas riadas, las registradas en 1.358 y en 1.589-1.590, dieron origen respectivamente a la Fàbrica de Murs i Valls y a la Fàbrica nova dita del Riu, surgida esta a modo de hija de la primera, para encargarse específicamente del cuidado y obras a realizar en el cauce del Turia, fue la responsable de que la primera Fábrica pasase a denominarse Fàbrica vella para diferenciarla de la nova.

Estos dos momentos, claves en el origen y evolución del organismo, junto con el año 1.707 (año de la promulgación del decreto de supresión del régimen foral valenciano, con su consiguiente incidencia en la que desde entonces recibiría el nombre oficial de Fàbrica de Murs i Valls) constituyen los tres pilares básicos sobre los que se articula la larga andadura de nuestra institución en el Antiguo Régimen (El Antiguo Régimen se caracterizaría por tener una economía eminentemente agraria, tanto por el origen de la riqueza como por la importancia de la población rural, sin obviar el crecimiento del capitalismo mercantil, una estructura social de tipo estamental, en la que las diferencias se establecerían en virtud del origen familiar, más que por la capacidad, la riqueza o el talento personales, organizándose la sociedad en tres estamentos, estados o brazos (clero, nobleza y estado llano o tercer estado), cuya línea divisoria estaría en la posesión o no de derechos o privilegios, y por una forma de gobierno basada en la monarquía absoluta, en la que el origen de la soberanía no dependería de la voluntad de los gobernados (súbditos y no ciudadanos), por lo que no estaría limitada en el ejercicio de sus funciones).

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Una pequeña introducción

Un 14 de octubre de 1.957, Valencia capital y la mayor parte de su zona rural, como lo Poblados Marítimos y Nazaret, padecieron una de las inundaciones más graves de su historia contemporánea; en efecto, dos impetuosas avalanchas de agua y logo anegaron tres cuartas partes de la ciudad y arrasaron, de igual manera, campos enteros en la Huerta, produciendo cuantiosísimas pérdidas materiales y, sobre todo humanas .

No obstante, este terrible suceso supuso, paradójicamente, un auténtico revulsivo para que la ciudad tomase, poco después de la catástrofe, inmediata consciencia que su infraestructura estaba obsoleta y adoptase las medidas oportunas para evitar, en el futuro, otra riada de aquellas dimensiones.

Así pues, surgió la filosofía de cambio y modernización urbanística, que cristalizó en ambiciosos proyectos, tales como el decisivo desvío del río Turia con el famoso Plan Sur, ampliación de las instalaciones portuarias, construcción de grandes colectores de alcantarillado para canalizar las aguas pluviales y residuales; encauzamiento de los barrancos de En Dolça, Benimàmet y Carraixet; mejora de la red vial (carreteras y ferrocarriles); ajardinamiento del viejo cauce, etc.

Todas estas ingentes obras de ingeniería, junto con el auge arquitectónico de la década de 1.960, han contribuido a la notable, y en frecuentes ocasiones traumáticas, a la transformación de la fisonomía urbana de Valencia y su entorno más próximo.

Ya desde épocas muy remotas, la ciudad de Valencia había sido reiteradamente castigada por las periódicas avenidas del río Turia.

Pero reacciones similares a la destrucción-tragedia-recuperación del año 1.957 solo tuvieron lugar con las no menos destructivas crecidas del año 1.358 y en el crítico bienio 1.589-1.590, a partir de las cuales nacieron, respectivamente, la Fàbrica vella de Murs i Valls y las Fàbrica nove dita del Riu.

Aunque la Junta de Murs i Valls (Junta de Murallas y Fosos) constituía una de las instituciones municipales de mayor raigambre y prestigio en la Valencia foral y borbónica, lo cierto es, que hasta la fecha hemos sabido bastante poco sobre dicha entidad.

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Un breve repaso a su paisaje natural y climatología

Llanura y marjal

En épocas remotas el golfo de Valencia dibujaba un gran arco, que sin duda alguna, alcanzaba hasta los mismos pies de las últimas estribaciones de la Cordillera Ibérica.

Paulatinamente, el fondo de este pronunciado golfo fue colmatándose de sedimentos o depósitos (en su mayor parte de origen marino) del Terciario superior y de derrubios (Erosión producida por una corriente de agua en sus orillas) cuaternarios, procedentes de las elevaciones montañosas más próximas.

Todo este largo proceso morfológico permitió la afloración de una franja litoral, que se extendía desde el delta del Ebro al cabo de la Nao, con una longitud en torno a los 400 kilómetros por 20 y en las zonas más amplias de 35 kilómetros.

A menudo, la llanura litoral valenciana ha sido considerada como un paradisiaco y fructífero vergel rebosante de manantiales de aguas cristalinas, en efecto, Valencia aparece ante propios y extraños, excesivamente idealizada, tal como si fuera una dorada tierra de recursos ilimitados, sin embargo, entre el mito y la situación real del territorio valenciano, sobre todo, en tiempos de los Habsburgo, había un inmenso abismo.

Es cierto que existían exuberantes huertas, pero solo eran oasis o islas de prosperidad relativa, rodeadas de marismas improductivas y áridos macizos montañosos.

Aun así, tampoco hay que dejarse llevar ingenuamente por los espejismos de la huerta de regadío.

En el tiempo que nos situamos (siglo XVI) y tratándose del ámbito mediterráneo, es más probable que el eco engañe a quien lo escucha.

Por tanto, es posible deducir que la vida en las estrechas franjas litorales del Mediterráneo no fue, en absoluto, placentera y exigió grandes sacrificios a sus habitantes el historiador francés Fernand Braudel, nos la describe magistralmente con las siguientes pinceladas: “Las vastas planicies mediterráneas no ha sido objeto de fácil conquista. Durante mucho tiempo no fueron aprovechadas por el hombre, más que de modo imperfecto y transitorio (es decir marginal) […] Esto nos advierte que en el siglo XVI las grandes planicies no eran tan ricas como generalmente se cree. Por aparente paradoja presentaban con mucha frecuencia cuadros de tristeza y desolación”.

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Un breve repaso a su paisaje natural y climatología

Llanura y marjal

Fijemos nuestra atención en la Huerta de Valencia y su contorno físico más inmediato.

Aunque dicha comarca presenta, hoy en día, un paisaje profundamente humanizado, si retrocedemos a la Antigüedad, nos encontraríamos en medio de un enorme humedal, donde el légamo sería dueño y señor absoluto.

En aquel entonces, el solar preurbano de Valencia estaba ocupado por el lago de la Albufera y las islas situadas en los deltas de los ríos Júcar y Turia.

Con la dominación romana se inició la penosa modificación del medio natural con las primeras labores de drenaje y la construcción de una rudimentaria red de acequias.

La lucha contra la marisma había comenzado.

Bajo el Islam, la disputa de las tierras a las aguas estancadas del marjal cobró un impulso decisivo, ya que los musulmanes aportaron innovaciones tecnológicas en la agricultura, introdujeron nuevos cultivos, realizaron bellas obras de jardinería y perfeccionaron el sistema de riego.

A pesar que los mahometanos lograron asentar las bases agrícolas de la Huerta, que han perdurado casi intactas hasta nuestros días, la ciénaga siempre estuvo dispuesta a recuperar el terreno perdido; así ocurrió, por ejemplo, en la crisis del siglo XIV, cuando Valencia sufrió los estragos de la peste negra y de la guerra.

El marjal, además de avanzar durante períodos de coyuntura depresiva, también se vengaba a través de las aguas pluviales y las enfermedades infectocontagiosas.

El primer factor viene determinado por la orografía y la irregularidad del régimen de precipitaciones.

La Huerta de Valencia, como cualquier otra llanura pluvial de la cuenca mediterránea, actúa a semejanza de un aliviadero, en el cual se vierten las aguas procedentes de la intrincada red hidrográfica, que se ubica en el seno de las montañas circundantes.

De esta manera, barrancos, ramblas y torrentes desaguan en un colector general, es decir, el Turia, río que se caracteriza por su curso reducido y fuerte pendiente.

Esta estructura fluvial, aparentemente sencilla, contribuye a que el terreno pantanoso incremente durante la estación húmeda su superficie, a veces, hasta tal punto que hacia 1.439 fue necesario levanta cruces en la playa, con el propósito de “indicar a los caminantes, durante las inundaciones invernales, el camino hacia Cullera y Gandía.

El segundo factor lo constituye la insalubridad del marjal.

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Un breve repaso a su paisaje natural y climatología

Llanura y marjal

Desde que el ser humano decidió establecer su hogar en las proximidades de la costa, “la conquista de la planicie ha significado desde siempre, triunfar sobre el agua malsana y la malaria”.

Además, todo parece indicar que durante el siglo XVI las fiebres palúdicas arreciaron con especial intensidad, debido quizás, a trastornos atmosféricos en el mar Mediterráneo.

Los focos responsables de las tercianas (fiebre que se repite cada tres días) en la ciudad y la huerta de Valencia eran, como es de suponer, la Albufera, los arrozales, las acequias y el lecho del Turia, cuyas crecidas otoñales también participaban en la difusión de las calenturas maláricas.

Aparte, el agua estancada del sombrío marjal también era caldo de cultivo, junto a una alimentación e higiene deficientes, de otras enfermedades epidémicas, como por ejemplo, la fiebre tifoidea o la temible peste, bajo sus tres letales formas patológicas: bubónica, septicémica y pulmonar

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El “laberinto conventual”

Mientras el continente europeo se sumía en la larga crisis bajo medieval, en la Corona de Aragón surgió la brillante figura de Francesc Eiximenis (Gerona 1.325 ó 1.327- Perpignan 1.327), monje franciscano e intelectual de frontera entre el aristotelismo escolástico y el Renacimiento.

Eiximenis, autor de Lo Crestià, se erigió en portavoz ideológico de la pujante burguesía valenciana del siglo XIV, y su obra, además de anticipar el concepto de la alegría de vivir, constituye también, el primer precedente de las diversas teorías urbanísticas del período renacentista.

Tras un análisis de los problemas morales que aquejaban a la sociedad de su época, Eiximenis expone que requisitos debe reunir (tomando las particularidades condiciones geofísicas de la ciudad de Valencia como modelo) el espacio escogido para la fundación de la ciudad ideal:

  1. La ciudad debe estar emplazada en una planicie, condición que a la larga facilita el posterior ensanchamiento de sus límites.

  2. La belleza natural de su entorno.

  3. La necesaria y óptima defensa militar de la ciudad.

  4. Existencia y abundancia de agua.

  5. Infraestructura para el asentamiento sanitario de la población, a base de grandes colectores o alcantarillas en las calles principales, y su correspondiente desagüe en el mar.

  6. La proximidad al mar facilita el intercambio comercial, el trasiego de gentes y, por tanto, la difusión de ideas, con el lógico enriquecimiento de la cultura local.

  7. La ciudad no debe asentarse sobre terreno rocoso.

  8. La atmósfera debe ser clara y limpia durante los días del año.

Por otro lado, el trazado de la ciudad ideal, según Eiximenis, (lejos de cualquier tipo de ciudad utópica o celestial) estaba fundamentado sobre un plan urbano totalmente racional y en los cánones de la tradición clásica.

La urbe perfecta está concebida en planta cuadrada o hipodámica (un plan hipodámico, trazado hipodámico o trazado en damero, es el tipo de planeamiento urbanístico que organiza una ciudad mediante el diseño de sus calles en ángulo recto, creando manzanas rectangulares), en estrecha relación con los cuatro puntos cardinales.

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El “laberinto conventual”

La comunicación con el exterior se efectuaría mediante cuatro puertas principales y ocho secundarias.

La calles serían anchas, rectas y paralelas, las manzanas de edificios estarían proyectadas sobre planos ortogonales (una proyección ortogonal es aquella que se crea a partir del trazado de la totalidad de las rectas proyectantes perpendiculares a un cierto plano), facilitando así, la creación de amplias plazas de trecho en trecho.

Además, el poder espiritual se instalaría en la plaza mayor o central, bordeada por la catedral y el palacio arzobispal, mientras tanto, el poder temporal del príncipe se ubicaría en un edificio palaciego fortificado, adosado a la muralla y con puerta autónoma en ella.

El ornato y la buena calidad de los materiales de construcción constituyen, entre los dos, un factor esencial a la hora de proporcionar un medio urbano acogedor y bello a los habitantes, quienes a su vez, estarían distribuidos en cuatro barrios, cada uno con funciones sociales distintas y servicios propios (ya religiosos o de abastecimientos).

Aparte de la mencionada herencia grecolatina, en Eiximenis, influyó también, el sistema cuadricular de las bastidas occitanas (una bastida fue durante la Edad Media un tipo particular de desarrollo concertado urbano, construido con una finalidad defensiva y de explotación económica, surgido durante el siglo XIII en áreas del suroeste de Francia, en Aquitania y Occitania, como ordenamiento para los asentamientos de repoblación emprendidos en aquellas regiones) y de poblaciones valencianas, construidas a raíz de la reconquista de Jaime I, como Castellón de la Plana, Almenara, Nules, Villareal o Gandía.

Sin embargo, la ciudad de Valencia constituía la antítesis por excelencia de la urbe planificada de acuerdo con un diseño racional.

La Valencia medieval hispano-musulmana se caracterizaba por un trazado muy irregular y un crecimiento interno casi carente de toda ordenación; a ello hay que añadir una enmarañada red de pasadizos y calles tortuosas, estrechas, oscuras y flanqueadas por edificios hacinados, es decir, como cualquier ciudad del mundo islámico, Valencia no era más que un conglomerado de familias, barrios y gremios en el momento de su reincorporación a la cristiandad.

Obviamente, este conjunto de inconvenientes irritó tanto a las primeras autoridades municipales de la época foral como al propio Fransec Eiximenis.

Aun cuando las teorías urbanísticas italianas del Renacimiento habían alcanzado la plenitud de su madurez, a finales de 1.500, Valencia continuaba conservando (sin remedio alguno pese a los constantes esfuerzos del mustaçaf de la Junta de Murs i Valls) la fisonomía peculiar de sus barrios de origen islámico.

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El “laberinto conventual”

Desde luego, esto supuso un desfase con respecto a muchas ciudades de la Corona de Castilla.

La diferencia entre ambas piezas territoriales de la monarquía hispánica, se puede percibir nítidamente comparando las cuadrangulares plazas mayores de la meseta y las trazas irregulares de la plaza del Mercado de Valencia.

A semejanza de otras ciudades de la Península, la de Valencia, en tiempos de Felipe II, también se caracterizó por poseer un clero abundante, poderoso y rico; según cifras aproximadas, en la capital se calcula que había un efectivo de más de 2.000 individuos.

Como es obvio, este impresionante número de eclesiásticos, tanto regulares como seculares, implicaba la existencia de una vasta infraestructura arquitectónica, consistente en templos parroquiales y edificios monacales con sus propios huertos.

Todo este voluminoso conjunto conventual, constituía una auténtica constelación de unidades herméticamente cerradas al resto de la comunidad laica, pues se hallaban incrustadas en el laberíntico entresijo de calles del casco antiguo y en los aledaños de las murallas cristianas del siglo XIV.

Ante tal despliegue de propiedades religiosas que cubrían la sexta parte del área urbana de intramuros, sobre la ciudad de Valencia gravitaban dos problemas de suma gravedad, limitación del suelo para el caserío lego y dificultad para llevar a buen término cualquier proyecto de urbanización racional conforme a los cánones de la estética clásica.

La oportunidad para la incorporación de Valencia a las corrientes urbanísticas renacentistas, se presentó en las postrimerías del siglo XVI, justamente después de las inundaciones padecidas en 1.589 y 1.590.

En este momento crucial para Valencia se iniciaron las obras de acondicionamiento del río Turia, bajo la influencia del sobrio estilo herreriano y la suntuosidad de la Roma de los Papas.

(El estilo herreriano corresponde al final del estilo renacentista y el inicio del estilo barroco en España. El estilo herreriano comenzó a depurar toda la ornamentación del estilo renacentista, sin embargo, se caracterizó por su rigor geométrico y escasez de formas orgánicas. La mayoría de estos edificios se conforman de volúmenes limpios y con relaciones matemáticas aplicadas a la proporción de las fachadas).

Así pues, podemos afirmar que las reformas urbanísticas del Quinientos, solo afectaron al extrarradio fluvial de la ciudad.

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El cauce del río Turia: Riqueza y miseria

El antiguo cauce del Turia, a su paso por la ciudad de Valencia, ha desempeñado, desde épocas inmemoriales, un papel decisivo en la evolución y configuración del viejo casco urbano, aunque durante centurias haya supuesto una frontera física y psicológica casi insalvable para su expansión hacia el norte de la huerta.

El ancestral solar fundacional de Valencia se asentó sobre una isla fluvial en el delta del río Turia, siempre a merced de la insalubridad del marjal y de las avenidas estacionales.

En la actualidad, apenas si queda rastro alguno sobre la bifurcación del río Turia, cuyo circuito de aguas abrazaba a la ciudad con un itinerario similar al de la Acequia de Rovella.

En síntesis, dicha bifurcación iniciaba su recorrido en el paseo de la Pechina, se internaba en el barrio del Carmen y descendía por la calle de la Bolsería hasta llegar a la “depresión” de la plaza del Mercado, continuaba fluyendo por la desaparecida Bajada de San Francisco (actual Plaza del Ayuntamiento), calles de las Barcas, Pintor Sorolla, Parterre, y la antaño denominada plaza de Predicadores, donde desembocaba en el curso principal, formando una extensa rambla pedregosa.

Sin embargo, es indudable que el brazo secundario del Turia, desapareció con anterioridad a la reconquista de Jaime I, puesto que en 1.261, resulta ya totalmente seco un trecho del citado brazo, situado a la otra parte de la muralla musulmana y próximo a la puerta de Boatella (Bab Baytala Casa de Dios o Casa de Oración (Puerta de la Boatella): Entrada sur de la ciudad. Situada en el cruce de las actuales calle de Cerrajeros y la calle San Vicente Mártir (cercana a la Iglesia de San Martín). Por ella salían las caravanas en dirección a Denia, Xàtiva y Alzira).

Efectivamente, en el siglo XI los pobladores musulmanes cegaron este brazo secundario por medio de terraplenes y un pequeño altozano en el Tossal (también denominado Tros Alt, haciendo referencia la pequeña elevación o altozano) para disminuir los efectos nocivos de las riadas (es decir, se trataba de un dique con forma de loma), aprovechando el tiempo en que disminuyó sensiblemente el caudal del lecho del Turia, o fueron al menos, más intermitentes sus aguas, debido quizás, a la aridez y bonanza reinantes durante el período postglacial cálido comprendido entre los años 700 y 1.150.

Aun así, recién conquistada la ciudad de Valencia por Jaime I, la Boatella y el Mercado continuaban siendo un bucólico pastizal húmedo destinado al ganado.

No obstante, en 1.738 el paso del río por la plaza del Mercado solo  constituía para la memoria popular un lejano y vago recuerdo que contaba con “evidentes vestigios como son algunas escalerillas de muchos escalones […] a semejanza de las que al presente hay en los pretiles del río, mayor evidencia nos hace dos ojos o arcadas de puente de piñonada, que están en la calle de Calabazas, en cuyo suelo tiene corriente un arroyuelo de agua clara, saludable y cristalina”.

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El cauce del río Turia: Riqueza y miseria

Un cuarto de siglo después fray Josef Teixidor se muestra completamente incrédulo y no dice así: “Jamás he podido persuadirme, que nuestro río Turia, antiguamente tuviese su curso por la plaza, que en el día de hoy es del Mercado”.

Pero la fatalidad del destino se encargaría de demostrarlo con creces en la terrible avenida del 14 de octubre de 1.957, pues como suele ocurrir siempre en los cauces fluviales abandonados u obstruidos artificialmente por la mano del hombre, las bravías aguas del Turia volvieron a recuperar su primitivo brazo secundario.

Durante los tiempos de la Junta de Murs i Valls el cauce principal del Turia (considerado ya viejo desde que se construyó el Plan Sur) presentaba un aspecto muy distinto del actual, pues continuamente estaba sometido a los caprichos y furia de la madre naturaleza.

Como manifiesta la documentación “el terreno del cauce del río es arenoso y muy flojo, y sus corrientes muy rápidas, son muy frecuentes las socavaciones que se advierten en dichos edificios (puentes y pretiles), dejando sus cimientos descubiertos, a los que es preciso acudir con reparaciones y colocación de escolleras de piedras carretales, que tienen un excesivo coste puestas en el sitio, siendo igualmente preciso mantener los grandes terraplenes y calzadas que hay arrimadas a los paredones, que al paso que le sirven de apoyo forman un delicioso paseo”; y lo mismo ocurría con las vías de comunicación vecinas que sufrían desperfectos por la fuerza de arrastre ordinario de las aguas.

Al llegar a este punto es necesario plantearse uno de los problemas más engorrosos para la ciudad de Valencia, o sea, la constante movilidad del álveo fluvial (el álveo es el cauce natural de una corriente continua o discontinua cubierto por las aguas en las máximas crecidas ordinarias) dentro de los límites estrictos del cauce, sobre todo, entre el puente dels Serrans y el del Real.

Dicha divagación del álveo se producía, generalmente, después de las avenidas del río, y a este respecto La Fàbrica nova del Riu puso, a partir de 1.590, todos los medios técnicos a su alcance para corregir y encauzar el lecho fluvial.

Por otra parte, era muchísimo más amenazador y enojoso el asunto concerniente a la paulatina elevación del suelo en el interior del cauce del Turia, debido a la acumulación y sedimentación de los derrubios (conjunto de fragmentos de roca, arena limos, gravas o sedimentos desplazados por una corriente que se depositan en el cauce) transportados por la corriente fluvial, tanto en su discurrir habitual como en las épocas de grandes crecidas.

Así sucedió, particularmente, en las funestas inundaciones del 20 de octubre de 1.590.

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El cauce del río Turia: Riqueza y miseria

Otro inconveniente, aunque de menos importancia, eran las aguas subálveas en las entrañas del cauce, estas corrientes subterráneas comprometieron la reconstrucción del puente del Real, y para ello fue necesario efectuar laboriosas tareas de drenaje con el objetivo básico de asentar los cimientos.

Hasta aquí hemos tratado los rasgos más peculiares del viejo cauce del río Turia durante la Edad Moderna, pero todavía debemos tratar las riquezas y miserias que proporcionaba el Turia a la ciudad de Valencia y a su correspondiente en el interior del territorio rural.

Pese a las limitaciones anteriormente expuestas, la principal fuente de riqueza que generaba el río Turia, junto con sus siete acequias (Favara, Mislata y Rovella en su margen derecha; Mestalla, Moncada, Rascanya y Tormos en su margen izquierda), era la agricultura de regadío.

El historiador Gaspar Escolano nos cuenta en sus Décadas una segunda fuente de riqueza en la ribera del Turia:

“[…] Otro beneficio se saca de él, que le sirve todos los años de recuerdo perpetuo por la infinita madera de pino que se tala en los pinares de Moya y en el Reino de Castilla, para los menesteres de una populosa ciudad; porque siendo imposible sacarla en carretas de aquellos bosques y sierras fragosas, o por lo menos, de inmensa costa, hasta ponerla en Valencia, mostró la necesidad a los hombres atajo del río, con echar los maderos desde lo alto a la corriente de él, y después gobernándolos muchos peones, que andan sobre ellos con garfios y palos  como quien navega en barcos, y no dejándolos hasta dar vista a los muros mismos de la ciudad, llevados de la corriente en una de las apacibles vista que tiene el día que toma puerto la madera.

Porque en la muchedumbre de la chusma, y de los pinos cortados, que entran en número de 2.000 y 3.000, se representa al vivo una flota de las Indias, que entra por el Guadalquivir.

No es de menos solaz la suma diligencia con la que luego se tiende en sacarlos del agua, y ponerlos por orden en hileras y rimeros tan largos, que de un cabo a otro se pierden de vista. Y es cosa de asombro, que con ser tantos, a pocos meses no queda una astilla de ellos, que todos se han labrado y deshecho en servicio de la ciudad […]”.

En efecto, aunque parezca increíble, Valencia poco tenía que envidiar (evidentemente, salvando las debidas distancias) a los puertos madereros del mar Báltico.

Pero no solo se practicaba el transporte de madera por armadías (balsa de gran tamaño que se emplea especialmente para el transporte fluvial de la madera siguiendo el curso del río) en el Turia, sino también a lo largo del río Júcar y su afluente el Cabriel, constituyendo Cullera uno de los puertos exportadores de madera más importantes del litoral levantino.

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El cauce del río Turia: Riqueza y miseria

Además de Castilla, la madera que bajaba por el río Turia y se depositaba después junto a Roteros, procedía igualmente, de los bosques de Teruel y de la comarca de los Serranos (comarca de la Comunidad Valenciana situada en el interior de la provincia de Valencia; siendo su capital Chelva y la localidad con mayor densidad de población Villar del Arzobispo), zonas en donde  la nobleza poseía vastos latifundios; semejante explotación forestal, proporcionaba a los propietarios de las masas forestales rápidos y lucrativos beneficios, al poder incrementar la superficie de tierra cultivable, las rentas y el número de sus exáricos (arrendatario moro que pagaba una renta proporcional a los frutos de la cosecha); pero al poco tiempo tales ventajas acarreaban la debilitación de la cobertura vegetal, la erosión del terreno y, en definitiva, el agravamiento del carácter destructor de las inundaciones.

Una vez que la madera llegaba a Valencia, esta era empleada en la industria artesana del mueble, y también de la carrocería, de la construcción y de la naval.

Ahora bien, si el oficio de maderero pudo desarrollarse en el río Turia, fue a causa de un caudal mucho más voluminoso que el actual.

Las razones se deben, simplemente, a la inexistencia de embalses reguladores, a un abundante régimen pluvial, a una mayor masa forestal en las sierras del interior, a un menor aprovechamiento de las aguas para el consumo urbano e industrial, y por último, a una mayor profundidad y anchura del álveo del río.

En las márgenes del Turia, cerca de Roteros, también prosperó la industria artesanal de la adobería y manufactura de curtidos, pues los operarios de este gremio aprovechaban para secar allí sus pieles, sin embargo aguas arriba, el lecho del río, entre el puente de San José y el actual Jardín Botánico, abandonaba su aspecto febril para convertirse, por un instante, en tétrico escenario donde la Inquisición quemaba a los “herejes”.

Lamentablemente toda esta riqueza que disfrutaba la ciudad de Valencia se truncaba en un santiamén por culpa de las impetuosas y turbulentas avenidas del Turia.

En efecto, el “apacible” río Turia capaz de llevar un caudal de superior a los 3.700 metros cúbicos por segundo y alcanzar los 2.85 metros de altura en la iglesia del viejo convento de Santo Domingo (tal como sucedió en la inundaciones del 14 de octubre de 1.957), podía provocar, por sí mismo, o en compañía de otros desastres naturales, gravísimas crisis de subsistencias e incluso rebeliones populares, y todo ello en el contexto de una sociedad feudal, basada casi por entero, en una economía rural.

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El cauce del río Turia: Riqueza y miseria

Las primeras dificultades, que surgían cuando una riada asolaba la ciudad, eran la falta instantánea de pan y los abusos cometidos por los panaderos en su elaboración.

La extensa Real Pragmática sobre la buena Administración del Almudín de la Ciudad de Valencia, decretado por Felipe II el 17 de septiembre de 1.594, castigaba severamente dichas adulteraciones.

Luego, cuando descendían las aguas, afloraba la magnitud real de la tragedia, sumergida en un dantesco mar de barro y lodo; azudes destrozados, molinos y acequias obstruidas por espesas láminas de fango, campos arrasados y vías de comunicación cortadas vaticinaban a la ciudad tiempos de carestía.

 

Fuentes consultadas:

  • Archivo del Reino de Valencia

  • Archivo Histórico Municipal

  • Archivo Administrativo Municipal

  • Biblioteca valenciana

  • Biblioteca de Etnología

Bibliografía

  • La acequias de Francos, marjales y extremales de la ciudad de Valencia. Ferran Lluch Cebrià y Lluís Beltrán Llopis

  • El Tribunal de la Aguas de Valencia y su proceso (oralidad, concentración, rapidez, economía). Víctor Fairén-Guillén

  • Junta de Murs i Valls. Historia de las obras públicas en la Valencia del Antiguo Régimen, siglos XIV-XVIII. Vicente Melió Uribe (Tesis doctoral)

  • El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Fernand Braudel. 1.949

  • Cruces terminales de la ciudad de Valencia. Salvador Carreres Zacarés

  • La peste negra. Ángel Blanco Rebollo

  • Década primera de la insigne y coronada Ciudad y Reino de Valencia. Gaspar Escolano. 1.611

  • La Ciutat de València. Sintesi d’Historia i de Geografía urbana. Manuel Sanchis Guarner

Imágenes

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