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Quizá sería demasiado aventurado el decir que el ser humano es, por naturaleza, excesivamente codicioso, con deseos de obtener más y más, acumular y conquistar todo o casi todo lo que se le pone por delante. Sin embargo, a grandes rasgos, muchas de estas características bien podrían ser atribuidas a un número bastante elevado de personas, pero no a todas.

En una sociedad en la que se nos ha enseñado que el que más tiene es el que más vale y, al que más hay que halagar, no es extraño que, a veces hasta sin darnos cuenta, nos veamos sumidos en la necesidad creada de aumentar nuestro pequeño imperio. Así, una casa más grande, un coche mejor, ropa más cara, etc, parecen ser sinónimo de éxito, inteligencia, buen juicio y toda una serie de adjetivos dignos de admiración.

No olvidemos aquí la importancia del llamado efecto halo (El efecto halo se refiere a un sesgo cognitivo por el cual la percepción de un rasgo particular es influida por la percepción de rasgos anteriores en una secuencia de interpretaciones), que por desgracia muchas veces es innegable, según el cual a una persona le atribuimos características del mismo signo que alguna que parece destacar a simple vista: “Si va bien vestido seguro que es inteligente, agradable, afectivo, etc”

A partir de todo esto podríamos ya empezar a cuestionarnos algunas cosas, como por ejemplo:

¿Es realmente cierto que quién más tiene vale más?

¿Hasta qué punto el valor de una persona puede medirse con aspectos materiales o con la propia fama?

¿Acaso no es frecuente que estas personas, en su deseo de conseguir tales beneficios, han tenido que dañar a otras o aprovecharse de ellas?

La famosa frase “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita” quizá represente en gran medida la realidad. Los propios budistas afirman que la razón de ser del sufrimiento está en el deseo, por lo que a mayor dificultad para controlar dichos deseos o, simplemente, a mayores necesidades socialmente creadas, sufriríamos más.

Ahora bien, lo que no podemos negar es que todo ser humano tiene unas necesidades básicas que son incuestionables, generalmente dos: amor y/o afecto y alimento. Al cubrirlas, lo lógico es sentirse completo y feliz. Entonces… ¿por qué no siempre ocurre así? Quizá porque se nos ha enseñado a que hay que ser más que el otro, tener más que el otro, pisotear si se puede al otro y presumir delante del otro.

Afortunadamente, siempre nos quedará el consuelo de que existen personas que no aceptan tales propósitos, y son capaces de reflexionar acerca de lo que realmente es sano y productivo para nuestro universo personal y lo que no lo es. Por tanto, volviendo al principio, no podemos afirmar que la codicia sea algo natural y generalizado, sino más bien un deseo inventado por nosotros mismos.

Como dice Francisco de Quevedo y Villegas…

Lo mucho se vuelve poco, con solo desear un poco más

 

Cualquier cosita…

Erre y eme