La casa del último verdugo

La casa del último verdugo

En una callejuela oscura apenas transitada, a espaldas de la Lonja concretamente en la calle Estret de la Companyia o Angosta de la Compañía, una calle que forma un ángulo de 900 y precisamente en este ángulo hay una casa con la puerta tapiada.

En ella vivía el último verdugo público de Valencia.

Se llamaba Pascual Ten y cuentan las crónicas que se enamoró de su última ejecutada, una mujer de gran belleza apodada “la Perla Murciana” acusada del asesinato de su marido.

Josefa Gómez que había sido condenada por envenenar el café que su marido Tomás Huertas y la sirvienta un niña de 13 años, Francisca, habían tomado una mañana fría de diciembre, en la posada La Perla Murciana, al lado de la ya desaparecida Iglesia de San Bartolomé.

Solicitó el indulto para ella pero no le fue concedido.

Él mismo ejecutó la condena a garrote vil.

Su compasión no se consideró digna de su oficio y por esa razón fue cesado inmediatamente de su cargo.

Esto sucedió en 1.896 y poco tiempo después las ejecuciones dejaban ser públicas para llevarse a cabo únicamente dentro del ámbito penitenciario.

Pascual Ten, ejecutor por entonces de la justicia de la Audiencia de Valencia, fue el hombre que realizó la última ejecución pública en España

La casa del último verdugo

En Valencia existieron hermandades que, por motivos de piedad, asistían a los sentenciados a la última de las penas.

Fue la Cofradía de Nuestra Señora de los Inocentes Mártires y Desamparados la que, desde el año 1.409 hasta 1.900 en que el servicio fue municipalizado, se dedicó a asistir espiritualmente a los reos de muerte, además de socorrer a los enfermos.

La cofradía tenía otorgado el derecho de asistir y darles sepultura, para lo cual, igualmente tenían el privilegio de recoger limosnas por las calles para sufragios por el alma del ejecutado y para los cadáveres desamparados que aparecían en la ciudad.

Tan pronto se hallaba un reo en capilla aparecían los andadores, miembros de la cofradía, acompañados de algunos niños del Hospital, portando una caja o cepillo con el nombre del reo y por medio de una campanilla que tañían, imploraban la caridad invitando a dar limosna a la voz de:

¡Germans, per a misa i sepultura!

Al aproximarse el momento del traslado al patíbulo hacía acto de presencia en la capilla el verdugo.

La casa del último verdugo

En el siglo XIX se presentaba este ante el reo pidiéndole disculpas y perdón por quitarle la vida.

También el ejecutor podía oír misa o comulgar junto al condenado vestido con prendas de mortaja, previo pago al verdugo ya que este era dueño de ellas en virtud del antiguo derecho llamado de despojo.

Una de las vías de la ciudad que quedó para el recuerdo de los ejecutados fue la “dels Transits” (transidos, personas angustiado o afectado por algo que causa dolor físico o moral, no tránsitos), que transcurría desde la iglesia de San Jorge a la calle de las Barcas.

Su denominación es antigua y se debía a que allí existía un corral en el que por el siglo XV portaban y se exponían los cadáveres de los reos.

La casa del último verdugo

Los ajusticiados, antes de ser acompañados a Carraixet por una procesión formada por los cleros, se les colocaba sobre el féretro la imagen de la Virgen de los Desamparados, un ritual que quería ofrecer el amparo a los que ya poco lo necesitaban.

Se ponían paños negros sobre el carro y un capellán tocaba una campanilla anunciando el paso del fúnebre cortejo.

El último verdugo no público, Manuel Marco de las Mulas, “Manolet”, vivió, como el anterior, en una humilde casa de la calle Angosta de la Compañía, cuya puerta hoy se haya tapiada, como cegada ha quedado la sentencia de muerte.

 

Fuentes consultadas:

Fotografía

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